Cómo superar el dolor y la pérdida

El costo de esta temporada ha sido grande. Muchos hoy están lamentando la pérdida de seres queridos, empleos, hogares, oportunidades, sueños, libertades y más. Es cierto que la pérdida es una realidad de la vida, pero solo en tiempos de guerra la he visto tan generalizada a nivel mundial, afectando vidas, economías y el tejido mismo de nuestra existencia.

Por eso, me gustaría hablar hoy con usted acerca de sus pérdidas porque sé lo doloroso y confuso que puede ser cuando Dios permite que le quiten un ser querido o algo con lo que cuenta. Lo he experimentado muchas veces a lo largo de mi vida. Podemos experimentar toda la gama de emociones, desde el desconcierto hasta el desánimo, los debilitantes entumecimientos y parálisis, e incluso la ira intensa.

Las dudas surgirán

Sabemos que todo tiene su final, pero parte del dolor de la aflicción es que el final de algo bueno por lo general pareciera llegar demasiado pronto, ya sea que se espere o no. Recuerdo haberlo pensado cuando mi madre sufrió dos derrames cerebrales que la dejaron incapacitada y sin poder hablar. Cada día, un poco más de la hermosa luz que había en ella, se apagaba. Yo pensaba constantemente: “Todavía no. Todavía no”.

Me arrodillaba junto a su cama y oraba por ella, como había hecho ella por mí tantas veces cuando era niño. La posibilidad de su muerte era tan abrumadora para mí que era casi más de lo que podía soportar. Me aferré a la esperanza de que Dios haría un milagro, y ella se recuperaría. Como alguien que cree en el poder curativo sobrenatural del Señor, sabía que Él podría restaurarla, y todo estaría bien. Pero la triste realidad era que mis días y momentos con ella se estaban acortando. Y el domingo 29 de noviembre de 1992, Dios se llevó a mi madre Rebeca, a su hogar celestial.

Fue uno de los dolores más intensos que haya experimentado. Mi cuerpo casi se desvanecía al ver que sus amorosos brazos que me reconfortaban y su dulce rostro que me animaba eran descendidos en la Tierra para su sepultura. Pero el Señor me recordaba: “Charles, ella no está allí. Tu madre está conmigo”. Luego trajo a mi mente la asombrosa verdad de 2 Corintios 5.8, que mi madre estaba “ausente del cuerpo, y presente al Señor”.

Eso me dio mucho consuelo en medio de una pérdida tan significativa como esta. Pero confieso que mientras estaba sentado en el funeral de mamá, mi mente fue presa de pensamientos abrumadores de incertidumbre. ¿Por qué Dios permitiría esto? Supongamos que no hay resurrección. Supongamos que esta es la última vez que estaré con ella. ¿Y si nunca la vuelvo a ver? ¿Por qué Dios no evitó que pasara esto?

Dudas como estas surgirán cada vez que experimentemos un dolor profundo, y pueden sacudirnos en lo más recóndito y consumirnos. Felizmente, en ese momento, sentado frente al ataúd de mi madre, un versículo tras otro de las Sagradas Escrituras venía a mi mente confirmando las promesas del Señor Jesús para nosotros:

- “Porque de tal manera amó Dios al mundo, que ha dado a su Hijo unigénito, para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna”. —Juan 3.16

- “Le dijo Jesús: Yo soy la resurrección y la vida; el que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente”. —Juan 11.25, 26

- “Bendito el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, que según su grande misericordia nos hizo renacer para una esperanza viva, por la resurrección de Jesucristo de los muertos”. —1 Pedro 1.3

Aquel fue un momento impactante, uno que nunca olvidaré. Hay una resurrección para aquellos que creen en Cristo. Veré a mi madre otra vez y estaremos juntos de nuevo con todos nuestros seres queridos creyentes en la presencia de Dios por la eternidad. Y en mi corazón grité: “¡Toda alabanza, honor y gloria al Señor Jesús, que nos da esta esperanza viva!”.

Deje que Dios le guíe

Esto fue lo que me ayudó a sepultar a mi madre: el hecho de que Jesucristo resucitó de la tumba hace dos mil años. Y así como Él lo hizo, sabemos que nosotros también (2 Corintios 4:14). Gracias a su provisión, estoy plenamente seguro de que mi madre está más viva que nunca y que no solo volveré a escuchar su voz, sino que tendré la eternidad para disfrutar de su presencia y adorar a Cristo junto a ella.

Esta experiencia no solo reforzó mi fe, sino también me ayudó a empatizar con las personas que se sientan frente a los ataúdes sin una garantía de salvación o de volver a ver a sus seres queridos. Porque esos son los momentos cuando todo lo que creemos, ya sea para bien o para mal, se vuelve terriblemente real.

Si lo que ha perdido es su negocio, su hogar, su salud o sus sueños, y no hay garantía de que alguna vez los recupere, entonces puede que las emociones fuertes le pasen factura y la desesperación llegue a afianzarse.

El Señor Jesucristo le dice: “Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar” (Mateo 11:28). Su Salvador entiende que, cuando el dolor le abruma y su mundo parece desmoronarse, lo que más necesita es la presencia de Él. Necesita a alguien que cargue con el peso de su sufrimiento y le ayude a descansar. Necesita la esperanza que el Señor nos da.

Ahora bien, sería imposible para mí abordar cada pregunta o aspecto del tema de la pérdida en un solo artículo, y no intentaré hacerlo. Pero lo que puedo decirle es que el dolor no es algo que pueda o deba acortarse nunca. Todas las palabras virtuosas del mundo jamás podrán llenar un corazón afligido. No es algo que podamos solucionar con palabras. Tampoco es tan sencillo como levantarnos solos y seguir adelante ignorando nuestras emociones. Por el contrario, usted y yo debemos permitir que el duelo siga su curso completo para que podamos experimentar la sanidad que nuestro Padre celestial quiere darnos.

Esta es una de las razones por las que Cristo dice luego: “Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga” (Mateo 11:29-30). Sí, se trata de encontrar nuestra salvación en Él. Pero también se trata de transformar cada aspecto de nuestra vida, especialmente las cargas que nos agotan, como el dolor que experimentamos.

El proceso a la victoria

Los psicólogos a menudo dicen que hay cinco etapas de duelo: conmoción y negación, enojo o culpa, negociación, depresión y aceptación. Reconocerlas puede ayudarnos a entender por lo que estamos pasando mientras estamos afligidos. Esto es importante porque en lugar de sofocar nuestras emociones, de arremeter contra Dios o contra nuestros seres queridos, o adoptar comportamientos destructivos para mitigar el dolor, podemos lidiar con nuestras emociones de una manera saludable que nos acerque al Padre celestial.

Por ejemplo, durante la etapa de negociación, puede haber momentos en los que nos preguntemos si podríamos haber hecho más. Pero si perjudicamos a un ser querido o una situación de manera deliberada (al hacer con intención algo destructivo) o sin querer (al no hacer algo que hubiera ayudado), debemos recordar que la gracia de Dios nos cubre. Ya sea que estemos experimentando la falsa culpa que a veces acompaña al dolor o un verdadero sentido de responsabilidad sobre algo que en realidad hemos hecho mal, el Padre está listo, dispuesto y es capaz de perdonarnos por completo por lo que sea que hayamos hecho mal.

1 Juan 1:9 nos recuerda que “si confesamos nuestros pecados, él es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad”. Debemos abrazar y apropiarnos de esa verdad en su totalidad porque cuando lo hacemos, nos acercamos al Señor y podemos crecer durante esa etapa de dolor.

Pero creo que, en última instancia, lo que encontramos es que todas estas etapas responden al profundo vacío que sentimos. Tratamos de darle sentido, pero a veces ni siquiera podemos determinar de dónde provienen nuestras emociones porque son muy profundas y una parte esencial de nosotros.

Lo mejor en esos momentos es usar su dolor como puente hacia una relación más profunda con Dios. No evite a Dios, incluso si está enojado. Por el contrario, llévele toda duda y dolor que tenga. Entregue sus emociones y vacío al Padre. Dele control sobre todo aquello que siente, pidiéndole que le dé entendimiento y descanse en ello.

No peque con sus emociones tratando de ahogar o calmar el dolor a su manera. Por el contrario, dese cuenta de que hay aspectos de su personalidad que incluso usted no comprende, y pídale a Dios que le dé la sabiduría para lidiar con los sentimientos que tiene porque ahí es donde comienza la verdadera sanidad. Como Proverbios 3:7-8 instruye: “No seas sabio en tu propia opinión; teme a Jehová, y apártate del mal; porque será medicina a tu cuerpo, y refrigerio para tus huesos”.

De igual forma, tenga fe en que Dios sacará algo útil de su dolor. Cada vez que Dios permite dificultades en su vida, siempre tiene un propósito en mente (Romanos 8:28). A eso se refería el apóstol Pablo cuando dijo que nosotros, como creyentes en la vida eterna por medio de Cristo, no tenemos que entristecernos “como los otros que no tienen esperanza” (1 Tesalonicenses 4:13). A los redimidos por Jesucristo, la tumba no puede robarnos nuestra esperanza. Las pérdidas no son un final; pueden ser, y a menudo son, un comienzo.

Por ejemplo, recuerde que Dios le consuela para que usted pueda consolar a otros cuando sufren (2 Corintios 1:3-4). Gracias a eso puede encontrarle sentido a su pérdida cuando aprovecha la oportunidad para transmitir a los demás lo que aprende durante su tiempo de duelo, ayudándoles a superar sus adversidades.

Así que, aunque esta es una temporada de dolor, elija descansar en la sabiduría, amor y poder de Dios, y nunca se desprenda de su fe en Él. No deje que sus penas le destruyan. Por el contrario, diga: “Señor, cuando esté cansado y cargado, confiaré en ti. Enséñame a tomar tu yugo y entrar en tu descanso”. Porque ciertamente, Él es gentil y humilde de corazón, y sabe justo lo que se necesita para restaurar su alma y ayudarle en lo que sea que enfrente.

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