El dinero no hace la felicidad, pero… (Parte 1)

El orador se detuvo en una pausa que flotó en el escenario provocando que su audiencia lo mirara con atención. Luego, con una voz  pausada, serena, casi íntima, comenzó el cierre de su idea frente a un público en expectativa:

“Recuerdo la vez que un pastor vino a mi consultorio financiero. Quería que le ayudáramos. Su salario era tan bajo que había perdido su casa y estaba al borde de la bancarrota. Tenía tantas deudas encima que no podía ni siquiera alimentar a su familia.”   Hizo una pausa más, y entonces agregó: “¿Qué quieren que les diga? Yo no creo que Dios quiera que Sus hijos vivan en esta pobreza.” Y entonces, con una chispa de picardía que pasó desde sus ojos a su voz comentó: “Es cierto que el dinero no hace la felicidad, ¡pero ayuda!” A lo que todos nosotros asentimos con aplausos, silbidos y risas.

Mientras la conferencia económica continuaba, yo escribí en un pequeño papelito: “Dios, dinero, felicidad”. Una interesante trilogía. Sin embargo, había algo en la propuesta que no tenía sentido, que no encajaba bien. Decidí entonces que alguna vez iba a escribir algo con respecto al tema.

¿Será que Dios nos quiere ricos o nos quiere pobres?

Yo creo que Dios nos quiere ricos… y también nos quiere pobres. La Biblia nos dice claramente que Dios tiene un plan para nuestras vidas. Un plan de paz y no de mal. Un plan que incluye un bienestar especial para cada uno de nosotros (Juan 10:10; 14:27; 16:33).

En Deuteronomio 28 Dios hace una serie de promesas de prosperidad económica a Su pueblo si ellos están dispuestos a obedecerle. El Salmo 1 expresa claramente que el hombre íntegro es un hombre bajo la bendición de Dios y que todo lo que hace ha de prosperar. En Jeremías 29:11 Dios le dice al pueblo de Israel: “Porque yo sé los pensamientos que tengo acerca de vosotros… pensamientos de paz, y no de mal, para daros el fin que esperáis”. 

Abraham era un hombre decididamente rico. También lo eran Isaac y Jacob. José fue uno de los hombres más ricos e influyentes de la antigüedad, lo mismo que Moisés, Salomón y la reina Ester. Otros personajes económicamente establecidos fueron Nehemías, Daniel (profundamente respetado aún en estos días en muchas naciones orientales), Mateo, Zaqueo, Nicodemo, Teófilo, Filemón y muchos otros más, tanto en el Antiguo como en el Nuevo Testamento.

Sin embargo, afirmar que los planes de Dios para nuestra vida pasan indefectiblemente por el ámbito del éxito económico es, por un lado, ignorar las Escrituras y, por el otro, caer víctimas de uno de los sistemas de pensamiento del mundo de hoy. El apóstol Pablo en Romanos 12:2 nos advierte claramente de que no debemos “tomar la forma” de la sociedad que nos rodea, sino que debemos transformar nuestra visión del mundo cambiando la manera en la que pensamos.

El creer que Dios siempre quiere que seamos ricos significa haber caído en la trampa de una filosofía no-cristiana que ha ganado una increíble popularidad desde el final de la guerra fría: la filosofía del materialismo.

Es cierto que Job fue un hombre rico. Pero también, por un tiempo, fue pobre. Es cierto que Jacob fue un empleador de muchos siervos, pero también fue empleado de su suegro.  Es cierto que Moisés se crio en la casa de Faraón, pero también fue pastor de ovejas por 40 años. Es cierto que José y Daniel fueron hombres ricos e influyentes, pero también fueron pobres y esclavos en su época.

Si alguno de los “maestros económicos” que viajan por Latinoamérica en estos días hubieran visto a José ser encerrado en lo profundo del calabozo de Faraón, probablemente hubiera meneado la cabeza y hubiera dicho que José era, indefectiblemente, un “perdedor”. Además, hubiera concluido que, seguramente, se encontraba allí por algún pecado cometido (después de todo, “cuando el río suena, agua trae” ¿no?), y hubiera enseñado a sus seguidores que la voluntad de Dios no era que José estuviera viviendo tan pobre y tan miserable.

Sin embargo esa conclusión se opone diametralmente a la de las Sagradas Escrituras, que, en Génesis 45:5-8, nos enseñan que la miseria de José y todos sus sufrimientos ¡eran parte del plan de Dios para su vida! Lo mismo ocurrió con Job (que nunca se enteró por qué le pasó lo que lo pasó), con Mardoqueo, con Daniel, con Jacob, con Moisés.  Hombres que, en algún momento de sus vidas, tuvieron que pasar por la pobreza, la persecución y la miseria para cumplir con lo que Dios les tenía preparado.

Por otro lado, puede que Dios no sólo llame a alguien a pasar por la pobreza para vivir en la riqueza, pero también puede ser que llame a alguien que está viviendo en la riqueza a dejar su situación de holgura económica para vivir en la pobreza. Ese es el caso de Moisés, quien tuvo que dejar los lujos del palacio de Faraón para guiar al pueblo de Israel a través del desierto; o el caso de Nehemías, que dejó la corte de Artajerjes para reconstruir la ciudad de Jerusalén. 

En el Nuevo Testamento encontramos a un “joven rico” al que Jesucristo le pide que deje todas sus posesiones económicas antes de seguirle, también encontramos a un Mateo dejándolo todo y siguiendo a Jesús hasta la muerte, a un Saulo de Tarso abandonando un futuro prometedor por las persecuciones, la cárcel y el patíbulo, o a un grupo de creyentes en Hechos 2 que venden sus propiedades para repartirlas entre aquellos que están en necesidad.

Finalmente, puede que Dios tenga en mente llamar a alguien que está en la pobreza a vivir pobre el resto de su vida. Ese es el caso de Isaías, Jeremías, los profetas menores, la gran mayoría de los apóstoles y los discípulos del Señor Jesucristo del primer siglo.  También es el caso de la gran mayoría de los mártires de la Iglesia de nuestros días.

El hecho de que el apóstol Pedro, el apóstol Juan o San Pablo hayan muerto pobres, perseguidos y enfermos no quiere decir que hayan estado bajo una maldición de Dios ni que hubieran estado fuera de la voluntad de Dios para sus vidas. Todo lo contrario. Ellos la estaban cumpliendo al pie de la letra, aun cuando no disfrutaban de prosperidad económica.

Entonces, basados en estos ejemplos bíblicos, parece obvio que los planes de Dios para nosotros, los “pensamientos de paz y no de mal”, no implican necesariamente abundancia financiera. Puede que sí, puede que no. Puede que Dios quiera que seas rico con un propósito determinado, puede que Él quiera que seas pobre con un propósito determinado.

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