¡El haragán trabaja doble!

¡El haragán trabaja dos veces! Eso me decía mi mamá cada vez que buscaba un atajo para salir rápido de mis asignaciones y tareas. ¿Por qué? Porque tenía que volver por segunda vez a arreglar lo que hacía mal la primera vez.

Joven al fin, siempre buscaba la vía más fácil y rápida para pronto salir de mis responsabilidades e irme a jugar. Mi felicidad, como la de toda niña, estribaba en hacer lo que era fácil, divertido y agradable para mí.

De la misma forma, para muchos la búsqueda de la felicidad se constituye en el motor y fin único de su existencia. Esta felicidad busca la satisfacción inmediata de nuestros deseos y apetitos a toda costa, la cual se convierte en el absoluto que rige nuestra vida.

A tal causa, el concepto de libre albedrío o libertad personal se ha traducido en la satisfacción de los deseos o impulsos para darle de comer a nuestra carne, sin ninguna consideración ética, moral o espiritual. En consecuencia, la familia es la primera, la más profunda y, lamentablemente, la más afectada por este concepto supremamente individualista y egoísta.

Jesucristo nos enseñó que la libertad viene “solo” del conocimiento de la verdad revelada en la Biblia (Juan 5:39). Esa es la única y verdadera libertad que no es malsana. Pablo, por su parte, enfatiza en la responsabilidad que tenemos como cristianas de no buscar nuestro propio bien sino el de los demás (1 Corintios 10:24). Pero al abandonar los conceptos bíblicos y fundamentales de la vida personal, la familia es la directa y proporcionalmente afectada causando males de grande repercusión sobre sus integrantes y la sociedad en general.

La maternidad es un ejemplo perfecto. En la búsqueda de felicidad, la maternidad ha sido considerada como un estorbo o como una experiencia de autorealización personal que no necesita de la formación de una familia. Esto sitúa al hombre como un semental al servicio del concepto egoísta de cada mujer.

Lo que es peor, gracias a la genética de la fecundidad, ahora la mujer puede hasta decidir ser madre a partir de un ‘padre’ desconocido, vivo o muerto. Esto a su vez da lugar a la “familia” monoparental y a la muerte de las dos primeras y más sagradas instituciones creadas por Dios y que dan sentido a nuestra existencia y la del planeta: el matrimonio y la familia.

El egoísmo que aboga por el libre albedrío y el derecho personal, pasa por alto el derecho de la nueva criatura robándole a ésta la bendición de tener un padre y una familia natural, unidos por los vínculos más sagrados del amor y la comprensión, con valores bíblicamente arraigados.

Comparando esta realidad con la parábola de los dos cimientos o edificadores (Lucas 6:47-49), nos damos cuenta de que lo más patético es que por fuera las dos casas lucían iguales, pero sus bases eran dramáticamente diferentes. Mientras que un edificador puso todo su empeño y esfuerzo en construirla sobre bases sólidas, el otro, evadiendo el duro trabajo y responsabilidad de cavar en piedra para establecer bases fuertes y profundas, se fue por el camino fácil creyendo que el fundamento de la casa era un asunto de importancia secundaria, si acaso.

Sin embargo, la experiencia nos demuestra que la zapata, base o fundamento es lo más importante de cada vida y hogar. Tristemente esto describe con asombrosa exactitud el mal generalizado y la manera de pensar de nuestra sociedad, y lo que es peor, aún no hemos aprendido la lección.

Amadas, la familia bíblicamente sana y fuerte aun reclama de un hombre y una mujer que, unidos en santo matrimonio delante de Dios y los hombres, y cimentados en la Palabra de Dios, se amen, respeten y forjen una sociedad con temor de Dios mediante la exhortación y sana enseñanza de la Escritura a sus hijos. ¡Esa es la verdadera felicidad!

Queda de nosotras como Maestras del Bien de nuestros hogares hacer consciencia y aplicarlo para no tener dolores de cabeza y trabajar dos veces.

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