La competencia

Basta que se reúnan dos niños para escuchar una conversación más o menos así:

—Mi carro es más rápido que el tuyo.

—¿Ah sí? pero yo puedo correr más rápido que tú.

—A lo mejor, pero mi bicicleta es más linda que la tuya.

—Y mi patineta es mejor que la tuya.

Un poco más tarde en una de las casas:

—Mami… yo quiero un carro como el de fulanito.

Y en otra:

—Papi, yo quiero una bicicleta como la de menganito.

Lo interesante de esta mentalidad de competencia y comparación es que no es exclusiva de la niñez, nos persigue toda la vida, solo que los temas cambian y tal vez no se expresen en voz alta. “Mi carro es mejor que el tuyo”. “Mi casa es más grande que la tuya”. “Yo quiero una casa como aquella”. “Si yo tuviera dinero como…”.

El asunto es que la sociedad en la que vivimos es competitiva por excelencia. Me asombra cómo en los anuncios publicitarios incluso se comparan sin misericordia unas marcas con otras. Y la mentalidad de consumo nos lleva a competir porque queremos tener lo mismo que el vecino del frente, o que la compañera de trabajo, o la amiga. Es una obsesión del ser humano, compararse y competir.

El problema está en que esta obsesión es insaciable y al final solo cosecha insatisfacción. Por ejemplo, la tasa de deuda en tarjetas de crédito a la que ha llegado la población de los Estados Unidos no tiene precedentes en la historia. Pero, ¿cuál es el verdadero motivo de este desastre económico y familiar? Compararse y competir. Querer tener un nivel de vida que no se puede mantener y que tarde o temprano nos lanza a un hoyo del que es imposible salir.

Piensa en cuántas personas tienen más de un trabajo pero nunca ven los frutos porque todo su esfuerzo va a parar a manos de los acreedores que cobran altos intereses. Comprarse y competir nos vuelve esclavos.

Lo triste es que si no somos felices con el Toyota, tampoco lo seremos con el BMW o con algún otro auto mucho más caro. Si no aprendemos a ser felices en la casa de mil ochocientos pies cuadrados, tampoco nos bastará una de seis mil. Es una cuestión de contentarse, en cualquier situación, porque eso habla de un corazón agradecido por las bendiciones que tiene y no de un corazón avaricioso que siempre quiere más y nunca está satisfecho

Aclaro, no hay nada de malo en querer mejorar o prosperar, pero si esa meta te quita la alegría de la vida y no te deja disfrutarla, ya eres esclava. Estas palabras de la Biblia pueden sonar duras, pero son inequívocas: “Quien ama el dinero, de dinero no se sacia. Quien ama las riquezas nunca tiene suficiente. ¡También esto es absurdo!” (Eclesiastés 5:10).

Lo contrario de esta mentalidad tampoco es agradable delante de Dios. Él espera que trabajemos, que nos esforcemos. “El perezoso ambiciona, y nada consigue; el diligente ve cumplidos sus deseos”. Trabaja, esfuérzate, traza metas para tu vida, pero que tu motivación no sea vivir como la vecina ni tener lo mismo que otros. Comparar y competir nos lleva a la ruina. ¡Y eso no es el diseño de Dios!

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