Las orquídeas de mi abuela (lecciones de vida)

Aunque me gustan las flores y las plantas, como a la mayoría de las mujeres, realmente no era algo a lo que dedicara tiempo. Mis dos abuelas siempre tuvieron plantas en sus casas, y también mi mamá. Así que supongo que de alguna manera eso influyó en lo que ahora es uno de mis pasatiempos.

No tengo un jardín muy grande, y el clima del lugar donde vivo es tan caluroso que no todas las plantas sobreviven, pero para algunas es perfecto. Ese es el caso de las orquídeas. Tengo varias, regalos de mis hijos, mi esposo, mi mamá, amigas, una vecina; pero hay tres que tienen un significado especial, pertenecieron a mi abuela paterna, quien partió con el Señor en 2015.  Poco tiempo antes ella me regaló sus orquídeas, que eran de sus plantas favoritas, y me dijo: «Trasplántalas a las palmas areca que tienes en la entrada, seguro que allí crecerán bien». Así lo hicimos. Mi esposo se dio a la tarea de investigar el procedimiento y se encargó de la tarea. Fueron las primeras que trasplantamos de su vasija original a las palmas y otros árboles.

Han pasado varias temporadas de perder las hojas, reverdecer, luego florecer, volver a quedar casi secas, con apariencia de morir. Y repetir el ciclo.

Pero este año, las orquídeas de mi abuela no me daban mucha esperanza. Mientras más las miraba menos posibilidades veía de volver a disfrutar de sus flores. Igual las fertilizamos y regamos como siempre. ¡Nada de hojas verdes! Sus vecinas, orquídeas blancas, seguían robustas y preparándose para la temporada de florecer. Así que pensé que quizá su vida estaba terminando. En realidad, no soy experta en la materia, solo una aficionada que las disfruta. No te niego que me causó un poco de tristeza, porque cada vez que estas plantas florecen es una manera especial de recordar a su dueña original.

Sin embargo, hace unas semanas, ¡sorpresa! Entre las hojas moribundas y descoloridas comencé a ver el pequeño brote que luego se va convirtiendo en el tallo largo de donde salen las flores. ¡No lo podía creer! Algo que a mis ojos estaba prácticamente muerto, ¡volvía a la vida! Y lo hacía con vigor. Sentada en mi jardín no pude evadir la analogía: ¡Tenemos que morir para poder resucitar a la verdadera vida!

Sabemos que en Cristo, nuestra muerte física dará paso a la vida eterna. Sin embargo, en el camino, tenemos que «morir» muchas veces, como la orquídea, para que luego vengan las flores. ¿De qué hablo? De morir a nosotras mismas, morir al yo, para que Cristo crezca y se forme en nuestro carácter.

A eso se refería Pablo en Gálatas 2:20 cuando afirmaba, ¡he sido crucificado con Cristo, ya no vivo yo! Pero no es cosa de una sola vez en la vida, es del día a día. Es el negarme a mí misma cuando quiero quejarme porque nadie recogió lo que se quedó regado o nadie reconoció el esfuerzo de tener la cena lista toda la semana, cada día. Es el negarme a mí misma cuando solo quiero ver lo malo en otros y no verlo en mí. Es el morir al deseo de criticar en lugar de animar o edificar. Es morir al orgullo o al deseo de tomar la justicia en mis manos en lugar de dejar que Dios se encargue. Es guardar silencio, y negar el deseo de defender mi causa. Es no decir lo que primero que pasa por mi mente, sino meditar en las palabras. Es, dicho de otra manera, vivir tomando la cruz, como dijera Jesús.

Sí, puede haber orquídeas hermosas, aunque la planta parezca muerta, porque la aparente muerte dio paso a la vida. Es lo mismo en nosotros, si queremos florecer en Cristo tenemos que dejar que «el yo» muera, aunque el proceso luzca feo y doloroso. Amiga lectora, ¡el resultado será una primavera inigualable!

Así que continúo observando mis orquídeas, aprendiendo de ellas, dejando que me recuerden estas lecciones porque, aunque las comparto contigo, todavía tengo que seguir viviéndolas.

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