“Y si en algo te dañó, o te debe, ponlo a mi cuenta”, Filemón 1:18
Un escrito difícil para un mensaje de aliento. Pero, no cabe duda que el Espíritu reservó un libro entero para hablar de una sola cosa: El perdón. Pudiera parecernos que se trata de una carta personal que Pablo envía a un amigo suyo llamado Filemón, pero en los destinatarios de ella está también la iglesia. Es una porción de la Palabra que necesitamos y debemos considerarla hoy.
Perdonar es una acción que no satisface al hombre. El yo personal, grande y arrogante, centrado en uno mismo, desconoce y desatiende el perdón. La ausencia de capacidad para perdonar nos conduce irremediablemente al espíritu vengativo o, por lo menos, reivindicativo. Esto produce vidas saturadas de resentimientos, de odio y de hostilidad, que quitan el gozo y llenan de desaliento y frustración.
Filemón había sido defraudado por su siervo Onésimo y, sin duda, le había producido un quebranto económico. Tenía derechos contra él que podía ejercer. Pero Pablo le pide que cuanto de mal hubiera recibido lo ponga a su cuenta y que manifieste gracia y perdón con el que le había ofendido, tratándolo “como un hermano amado” (v.16).
Sin duda todos hemos recibido ofensas. Es posible que algún corazón esté lleno de tristeza por las injusticias de que ha sido objeto. El remedio contra este mal interior es la capacidad para perdonar al ofensor. La falta de voluntad para perdonar no cabe en la vida cristiana y es un acto de rebeldía contra Dios que nos manda perdonar a otros como Él nos perdonó a nosotros (Efesios 4:32; Colosenses 3:13). No hacerlo acarrea consecuencias desagradables.
La primera es que la falta de perdón mantiene abierta la herida de la ofensa impidiendo que sane. Cuando conservamos el recuerdo de los agravios recibidos, alimentamos el resentimiento que nos impide el gozo a que Dios nos llama. Por el contrario el perdón expulsa del corazón las heridas del pasado y libra del desaliento.
También la incapacidad para perdonar produce amargura. Cuanto más tiempo mantengamos las ofensas que nos han hecho, tanto más amargura tendremos en la vida. No se trata sólo de un pecado sino de un mal contaminante que enferma al que está amargado y se extiende también a otros. Esta es la advertencia: “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe, y por ella muchos sean contaminados” (Hebreos 12:15). La amargura distorsiona los afectos y destruye la amistad.
Pero también la incapacidad de perdonar estorba nuestra comunión con Dios, “porque si no perdonáis a los hombres sus ofensas, tampoco vuestro Padre os perdonará vuestras ofensas” (Mateo 6:15). Es algo vital entender bien que no podemos estar en relación correcta con Dios entre tanto que no seamos capaces de perdonar las ofensas que hemos recibido. El perdón nos sitúa en el lugar donde podemos recibir las bendiciones de Dios restaurándonos a la comunión con Él. Tengo que preguntarme si soy capaz de perdonar o si albergo algún resentimiento contra alguien.
Oración: Señor, ayúdame ahora a escribir sobre la deuda de las ofensas un gran cartel con las palabras de Jesús: “Consumado es”. Que pueda experimentar la grandeza del perdón que abre las puertas a la bendición divina. Por Cristo Jesús, amén.
Por Samuel Pérez Millos